Con la maternidad vienen poderes que, si no son nuevos, dormían profundo en nuestro interior esperando este momento. Uno de ellos es el fortísimo instinto protector que puede convertirnos en leonas listas para dar un zarpazo cuando alguien lastima a nuestra cría. El problema es, algunas veces, controlar esos instintos. Por ejemplo, si nuestra hija vuelve todos los días de la escuela llorando porque un compañerito (o una compañerita) la molesta, tenemos que controlar las ganas de salir corriendo y explicarle un par de puntos al agresor; tenemos que manejar el problema de manera civilizada. ¿Cómo lo hacemos?
Lo primero que debemos hacer es informarnos: pedirle a nuestro hijo que nos explique lo mejor que pueda sobre la situación. Después toca hablar con el adulto responsable de nuestros hijos en el momento en el que suceden las agresiones. Por ejemplo, si el problema ocurre en la escuela, es necesario hablar con el maestro para ponerlo al corriente de la situación. Si sabe de ella, podrá intervenir para evitar que se repita.
Si la agresión sucede en un ámbito público, como un parque, podemos distanciar a nuestro hijo de quien lo molesta para evitarle el problema. Pero si preferimos mantenernos al margen, podemos observar la situación desde nuestro lugar y darle espacio a nuestro hijo para que se defienda por sí mismo e intente resolver el conflicto de manera independiente.
Pero si nuestro hijo es pequeño y no sabe cómo defenderse, o no lo es tanto pero lo vemos superado por la situación, es momento de intervenir. Hay varias formas de proteger a nuestros hijos y defenderlo: dándole herramientas para defenderse por sí mismo es una, pero también lo es dando un paso al frente e involucrándonos directamente en la situación.
Una regla tácita es que una madre jamás debe regañar a un hijo ajeno, a menos que se encuentre frente a una situación de peligro objetivo: en ese caso, lo primordial es evitar el posible daño y vale pegar un grito para alejar al niño de una calle o de la orilla de un río. Pero en el caso que nos ocupa, no debemos hacerlo. Una forma sutil pero efectiva de intervenir es acercándonos a los niños y preguntándoles tranquilamente qué es lo que está pasando. Y, con nuestra mejor cara, decir: “Esta no me parece una linda forma de hacer las cosas. Creo que mi hijo está poniéndose triste… ¿Qué tal si lo hacemos de esta otra manera, así todos pueden jugar juntos?”. No sólo estarás resolviendo el problema y dando un ejemplo de resolución pacífica de conflicos, sino que le mostrarás a tu hijo (y al otro, que difícilmente seguirá portándose mal) que tiene una mamá que lo mira y lo protege.
Si el padre o la madre del otro niño están presentes, puedes ponerlos al tanto de la situación, sin levantar mucho revuelo. No sabes qué consecuencias tu llamado de atención puede tener en el día del otro pequeño, ni qué momento está atravesando su familia, así que es preferible mantener el enojo a un lado y orientarte a una conversación positiva entre pares.
Pero quizás lo más importante sea hablar profundamente con nuestro propio hijo agredido. No solamente para darle consejos sobre cómo defenderse (intentar frenar al otro niño comunicándole que sus acciones o palabras lo lastiman o quejarse con el adulto a cargo), sino también para hacerle saber que una, como madre, está lista para protegerlo, siempre. Y darle al niño la confianza necesaria para que pueda hablarles de su problema a los adultos que están a cargo de su cuidado.
La especialista en crianza Laura Gutman sostiene en su libro Mujeres visibles, madres invisibles que si un niño es bien tratado en la casa, difícilmente sea maltratado en la escuela. Y que aunque las agresiones pueden suceder, si el niño cuenta con un adulto que lo defienda y puede hablar de la agresión, difícilmente vuelta a ocurrir. Es por esto también que es tan importante mirar a nuestros hijos, y darles nuestra mirada en el sentido de saber qué les pasa, qué desean, qué piensan.
¿Cuál es tu experiencia? ¿Alguien se metió con tus pequeños alguna vez? ¿Cómo lo manejaste? ¡Cuéntanos!