Lejos quedó el tiempo en el que la figura paterna era símbolo de autoridad indiscutida o en el que un “porque lo digo yo, que soy tu madre” era argumento suficiente para terminar cualquier discusión. Hace ya décadas que los modelos de crianza se fueron flexibilizando hasta poner al niño en el centro del mapa familiar. Hoy, a la hora de tomar decisiones, no sólo pensamos en lo que queremos los adultos sino que se tienen en cuenta las preferencias y deseos de los más chicos. Si antes el mundo se dividía entre la esfera adulta y la infantil, hoy esos ámbitos conviven: las familias cenan juntas, salen juntas y todos los miembros disfrutan de esta forma de vida.
Los niños tienen un mayor protagonismo, y también poseen libertad para expresarse y comunicar sus deseos y necesidades. El paradigma ha cambiado y hay casos en que directamente se ha dado vuelta: los niños son los que dictan lo que se hará y mandan sobre sus padres, que les temen. Si bien es un extremo digno de una comedia televisiva, esta es una realidad que sucede en distinta medida en muchas familias.
Esto ocurre cuando los padres no quieren imponerse con el único argumento de que son “los padres” y les ceden a los chicos espacios que antes les pertenecían a los progenitores. Y eligen no poner reglas porque no quieren repetir lo que no les gustó de su propia relación con sus padres. Pero, ¿tienen los niños la madurez suficiente para poder guiarse por las reglas tácitas del respeto mutuo?
Un par de generaciones atrás, a un joven no se le ocurría levantarle la voz a sus progenitores. Hoy, los hijos no sólo tienen el mismo input en las discusiones que sus padres, sino que el trato no sigue una etiqueta, como ocurría en el pasado.
El problema llega cuando estos adultos se convierten en padres ausentes que por evitar imponerse terminan “desapareciendo” y dejando de educar, de ser guía, de apoyar a sus hijos. Como consecuencia, nos encontramos con una generación de padres temerosos de sus hijos: con miedo a que hagan un berrinche en público, asustados de las peleas con ellos, sin saber cómo poner un límite o marcar una diferencia entre las dos partes de esta relación. Padres que temen imponerse injustamente sobre sus retoños o que quieren evitar a toda costa coartar su libertad, su derecho a elegir o a expresarse sin censura.
¿Cómo encontramos el equilibrio?
¿Cómo podemos ser padres abiertos, estimulantes, comprensivos y lograr al mismo tiempo que nuestros hijos no “se pasen” de la raya y sigan viéndonos como figuras de autoridad (en el buen sentido de la palabra)?
Sin duda, encontrar este tipo de equilibrio es un desafío que no tenían otras generaciones, pero es algo que, aunque nos cueste mucha energía y tiempo, vale la pena intentar. Para lograrlo, es necesario:
1) Mantener siempre las puertas de la comunicación abiertas y explicarles a nuestros hijos lo que nos preocupa de una forma que esté adecuada a su edad y a su capacidad de comprensión.
2) Como padres, debemos tener en claro qué cosas nos parecen importantes: ¿el respeto al hablarnos? ¿La experiencia de vida que tenemos sobre nuestros hijos no por ser sus padres sino por ser más viejos? Y luego qué cosas no son negociables, como la seguridad, por ejemplo.
A partir de ahí, el diálogo siempre puede estar abierto y todos pueden tener derecho a compartir su opinión, pero es nuestra responsabilidad de padres dar un marco de referencia y cuidar que todos los integrantes de la familia sean respetados. También debemos saber que de vez en cuando habremos de imponernos, aunque de una manera serena y amorosa. Porque por más libertades que ellos tengan, nuestros hijos son nuestros hijos y nosotros sus padres. Y no debemos tenerles miedo a ellos, ni a ser los mejores padres que podamos ser.