La escena es tan típica, que nos ha hecho reír en varias comedias televisivas: la protagonista se dirige a la escuela con su hijo y su proyecto para la feria de ciencias. Aunque el proyecto es modesto, ella está muy orgullosa porque está hecho por su niño, que tuvo problemas a último momento y los dejó sin dormir a todos. Pero el experimento funciona y ella está segura de que maravillará a todos. Al llegar, se encuentra con decenas de otros trabajos similares pero de otra “calidad”: son los proyectos hechos por los madres, junto a los cuales el de su hijo ya no se ve tan bien.
Si bien esta imagen tragicómica es de ficción, llega un momento en la vida escolar en el que, independientemente de si seamos madres helicóptero, madres tigre o madres muy tranquilas, y sin importar qué tan bien les va a nuestros hijos en la escuela, debemos involucrarnos activamente en las tareas escolares. Es el momento de la preadolescencia, cuando los niños dejan de ser tan niños y empiezan el middle school, o la escuela media.
Este momento del ciclo educativo comprende de sexto a octavo grados y está marcado por un etapa muy especial del crecimiento de los chicos, en los que hay una gran actividad hormonal, y ellos se debaten entre los jóvenes en los que se están convirtiendo y los últimos vestigios de infancia, que despiden. Es una época de nuevos intereses y nuevas relaciones, de una emocionante independencia y de mayor autonomía.
En la esfera educativa, pasan de la escuela elemental o primaria, donde todo se sentía tranquilo, organizado, simple, y en la que sabían a qué atenerse (pocos maestros, un grupo de compañeros que no variaba a lo largo del día, una población estudiantil reducida) a un mundo caótico, el famoso middle school que ningún adulto recuerda con cariño. Hay muchos más alumnos que en la primaria, y un maestro y un salón de clase por materia. No sólo deben aprenderse la agenda del día de memoria, sino que deben saber a qué salón dirigirse, y hacerlo con velocidad para no llegar tarde. Los compañeros varían tanto como los profesores y no hay recreo.
La carga de tarea para la casa también aumenta, y no llega en un cuadernito organizado con cariño por una maestra maternal, sino en papeles sueltos que al salir de la mochila parecen escapados de la pila de compostaje.
Momento de intervenir
No es necesario esperar a que las notas de nuestros hijos caigan, o a recibir un aviso de que no entregaron una tarea. Lo que recomiendan maestros y padres veteranos por igual es, desde el primer día, involucrarse para ayudarlos a organizarse. Lo más probable es que un chico de sexto grado no tenga la capacidad para organizar los papeles, las tareas y las citas para los trabajos grupales. Suficiente con que pueda lidiar más o menos bien con la ansiedad que viene con la nueva vida.
Es muy útil que cada día, cuando nuestro hijo vuelve del colegio, saquemos los papeles de la mochila y nos sentemos unos minutos con él o ella para ver qué tiene que hacer y para cuándo. ¿Es necesario buscar libros en la biblioteca pública? ¿Hay que organizar un encuentro con compañeros para un trabajo en grupo? ¿Se siente perdido en alguna materia y piensa que se beneficiaría con una hora de tutoría con el maestro? ¿Se siente incómodo con algo en lo que podamos ayudarlo?
En los Estados Unidos, muchos distritos escolares utilizan sistemas automatizados que les avisan a los padres cuando las notas de los alumnos caen debajo de cierto número o cuando no han entregado una tarea. Estas alertas son muy prácticas a la hora de ayudar a nuestros hijos, porque puede suceder que hayan entregado la tarea pero no le hayan puesto nombre; gracias al aviso del sistema, podemos enterarnos de la situación para darle aviso al maestro y convertir un cero en la buena nota que nuestro hijo se merece.
La comunicación con los maestros también es muy importante y fácil de mantener, gracias al email. Y no sólo nos permitirá evacuar dudas a nosotros, sino que les facilitará a ellos contactarnos cuando tengan alguna pregunta o comentario para hacernos.
La idea no es imponernos sobre todo lo que hacen nuestros hijos, sino enseñarles buenas prácticas de organización y supervisar a la distancia (cercana), mientras les hacemos saber que estamos para ayudarlo cuando lo necesiten. Quizás las primeras semanas sean más laboriosas para nosotras, pero una vez que hemos establecido un sistema (que puede ser tan sencillo como una carpeta con separadores para cada asignatura) podemos dejarlos volar solos.
Cuándo dar un paso al costado
Si tenemos la suerte de que nuestros hijos hayan aceptado nuestra ayuda y de que nos cuenten lo que pasa en su día, puede que empecemos a enterarnos de cosas no tan placenteras. Como que un compañero los empujó demasiado bruscamente en la clase de Educación Física. O que un maestro retuvo a toda la clase después de hora y nuestro hijo casi perdió el bus. Como venimos en modo-ayuda, es natural que nuestra primera reacción sea intervenir: llamar a la directora para ayudarla a reforzar la política de cero tolerancia al bullying, o escribirle al maestro que decidió castigar a toda la clase por lo que hizo un solo niño y decirle que si alguna vez el nuestro pierde el bus por su culpa, esperamos que él mismo lo traiga hasta casa en su coche.
Aquí es bueno guiarnos por las pistas que nos da nuestro hijo: ¿está asustado por el empujón del compañero? ¿Cree que puede volver a repetirse? ¿Sucedió mientras jugaban a un deporte o en el vestuario? Comprender el contexto puede ayudarnos a que nuestro hijo ponga los hechos en perspectiva. Y saber si es realmente necesario que hablemos de lo sucedido con una persona de la escuela o no. O incluso podemos ver si nuestro hijo puede defenderse solo o necesita de nuestra intervención.
Porque esta etapa también es un momento en el que están ensayando su independencia y en el que aprenden a relacionarse con sus pares de una forma más adulta. Entonces debemos acompañarlos sin imponernos, guiarlos sin que se den cuenta y sobre todo hacerles sentir que aunque no estamos vigilando cada uno de sus pasos, estamos bien cerca por si en un momento nos necesitan.
Como cuando les enseñamos a andar en bicicleta, que aunque no los tocáramos estábamos a centímetros de ellos para atajarlos si perdían el equilibrio.